domingo, 1 de noviembre de 2009

Confieso que me gusta escribir cartas


Confieso que me gusta escribir cartas, si viviera hace cincuenta años atrás tendría amigos en lugares muy lejanos solo para responder las palabras que viajaron tanto. A mi escritorio nunca le faltarían sobres y esperaría con ansias al cartero. Hoy en día solo me entrega cuentas y tambien el estado de mi afp. No sé que será una afp.
He escrito cartas a poetas muertos y vivos, a animales y tambien a Dios. No creo que nadie las publique, tendría que fallecer aún más y tener una amante joven como Doris Dana para que eso pasara.
Como los tiempos han cambiado y todo se trasladó a la pantalla, me parece buena idea la fundación de este blog epistolar. Será una carta cada semana, con remitente y destinatario. Espero que les guste, la lectura atenta será bien recibida.

La primera misiva de este blog no será una totalmente inédita, en febrero de este año ganó el segundo lugar en el Concurso de cartas de amor de la Biblioteca de Santiago
participaron mas de quinientas obras, sin limite de edad. El primer lugar lo ganó una mujer que le escribía a su madre muerta. Fue extraño ese premio en el día de los enamorados.
El 13 de febrero leyeron lo textos ganadores en la sala +18 de la biblioteca y luego estuvieron en exhibición unas semanas en la paredes de esta misma. Es mi deseo publicarla acá porque es la primera y unica carta que ha sido leida ante muchas personas que no conozco. La dejé ir para que se convirtiera en literatura.

Antes de ayer (Carta de amor Biblioteca de Santiago)

Estimada:
La ultima vez que conversé con usted fue hace algunos años. Ninguno de los dos desea recordarlo, los viejos me han dicho que el tiempo de a poco va limpiando la memoria.
Después de nuestro prematuro adiós he estado preocupado de cosas menos importantes, conseguí trabajo y los fines de semana salgo a bailar con alguna muchacha para distraer los pensamientos. A veces también prefiero estar solo, camino por nuestras calles y termino ojeando uno que otro libro en la biblioteca. Siempre me detengo en los de poemas, se pueden leer en cualquier parte y releer los años que me resten.
Un fin de semana me la encontré en la sección de poesía, usted buscaba algunos versos de Teillier. Yo no quise molestarla, solo esperé a que terminara para llevarme el libro que estaba entre sus manos, noté que sigue con esa mala costumbre de rayarlos. Admito que un tiempo la imité, pero luego ya no pude releer sin poner atención a las marcas que dejan otros tiempos.
Al sábado siguiente fui a la misma hora, de domingo a viernes estuve imaginando nuestro encuentro, nos veríamos casualmente, esbozaríamos una tímida sonrisa y saldríamos a la calle para conversar de lo extraviados que han sido estos años. Sin embargo ese día apenas llegué me senté con la mirada fija en la puerta, ninguna muchacha se parecía a usted, esperé pacientemente toda la tarde, en esas horas me divertí rememorando cosas viejas. Como esa vez en donde usted me invitó a Isla Negra, a visitar la casa de Pablo Neruda. El viaje era en la mañana y yo dejé todo mis sueños sobre su hombro. Recuerdo bien que la casa del poeta la miramos de lejos porque solo teníamos dinero para cosas gratuitas. Era invierno en la playa y nos quedamos toda la tarde observando las olas, el viento y el mar. Tengo pésima memoria para las palabras, no recuerdo bien que hablamos, aunque también puede ser que no nos hayamos dicho nada. Solo recuerdo gestos: usted fumando y dejando figuras en el aire, sus manos con un solo guante porque el otro lo había perdido en la arena. Aún no puedo olvidar esa cara que se le escapaba cuando no la miraba nadie, un no sé que de pena antes de tiempo en los ojos, como si hubiera perdido algo sin saber que es, era una tristeza enigmática, bella. Muchas veces quise tomarle una foto, pero ciertas imágenes no se pueden tocar sin que desaparezcan.
Llegando el ocaso tuvimos que volver a Santiago, nuestras obligaciones no nos permitían vivir cerca del mar. Caminamos por un largo sendero que nos sacó de la playa para olvidarnos hasta el bus. Yo iba lento, arrastraba los pies, me quedaba en la arena esperando a que subiera la marea, trataba de estirar el tiempo. Si de mi dependiera habría hecho ese camino eterno. No quería dejar esa tarde, no quería convertirla en recuerdo. Es una pena que de lo vivido solo sobrevivan palabras, un día quizá esta hoja desaparezca y nadie conservará el secreto para vivir de los días felices.
Dejaré esta hoja entre las paginas de Teillier, esas que mirabas como acordándote de algo, talvez un día la leas y la encuentres. Yo por mientras seguiré caminando, hacia delante y de espaldas, imaginando el día en que volverás a estar sola y quizá no me recuerdes, tendrás la mente ocupada en el anterior o en el siguiente. Ese día plantaré una semilla con tu nombre, esperaré, paciente, como todos los días en el jardín. Tengo la firme esperanza de que la lluvia hará crecer árboles.




(Próxima semana, "Carta al hijo de cinco años que aún no nace")