domingo, 13 de diciembre de 2009

Carta al vecino leñador de Olivos


Desconozco su nombre, su imagen y también las razones que lo habrán llevado a cometer tal acto, hoy en día pocos conocen a sus vecinos, yo no soy la excepción, nada he hecho para remediar esto.
Cuando llegué a vivir a esta casa que por esas casualidades quedó al lado de la suya, me entregaron una habitación amarilla, exactamente igual a los dormitorios de mis hermanos. Yo no elegí el color, tampoco la disposición de los elementos, un velador hacia el oeste, closet hacia el norte, biblioteca hacia el este y una cama sin puntos cardinales. No estaba del todo mal, era como vivir en un hotel con baño compartido y tres comidas diarias. Lo único que me molestaba de este nuevo hogar era la ventana, un cuadrado pequeño y sucio, resguardado por gruesos barrotes para evitar que alguien entrara y se robara las pocas cosas de mi pieza. Nada valían los techos y el olivo inmenso con hojas largas y perennes que conformaban la vista de esa ventana. Los barrotes transformaban la habitación de hotel en celda, en prisión de retornado.
Discutí largamente con mi padre acerca de cómo lo simbólico debería ser tomado en cuenta ante su implacable pragmatismo, mas él se limitó a decir que era necesario y que le agradecería cuando tuviéramos nuestro primer intento de robo.
Sin escucharlo con demasiada atención traté vanamente cortar aquellos barrotes, lo intenté un par de días pero nada pude hacer ante su dureza. El olivo miraba desde el otro lado, no sé si con ironía o simple tristeza. Ese verano un sinfín asuntos ocupaban mi tiempo y al ver que las sierras se partían una tras otra me di por vencido rápidamente para tratar de ganar otras batallas.
Siguió mi enero con el insomnio, mirando el techo como los tontos. Apagaba la luz tarde, antes de que amaneciera. No veía nada más allá de ciertas palabras que repetía obsesivamente, un día apagué la luz para pensar a oscuras. En medio de problemas inventados y otros más reales, me puse a mirar no hacia la ventana sino hacia el closet, en la puerta de este quedaban las sombras del olivo y todas sus hojas que se agitaban con el viento. Imaginé que el farol de la calle era el proyector, la puerta de mi closet la pantalla, el movimiento de las hojas del olivo, la película. A veces pasaba un gato entre las ramas, otras veces gotas de lluvia daban un giro a la historia. Por algunos años antes de dormir pude ver esa película todas las noches, imaginando a mi gusto el secreto lenguaje de los árboles. De pronto la sombra de las cosas se hizo más interesante que su imagen reflejada por la luz.
Sin embargo, hace poco, después de un viaje corto hacia el sur, me encontré con el olivo lejos de la ventana, estaba en la calle, esperando el camión de la basura. Corrí a mi habitación para comprobar la muerte, testigos son los techos de Lo prado que ahora puedo observar claramente, con pena.
Yo no conozco las razones que lo llevaron a tomar tal determinación, un olivo no le hace mal a nadie, por favor, recapacite. Si es que en realidad quiere ser un buen vecino, no olvide preguntar antes de cortar árboles en su jardín, tengo colgadas algunas hojas que robé de su basura para ponerla entre los barrotes y un ventilador viejo para darles aire, las noches siguen cayendo, como siempre, pero no es lo mismo sin sombras.

Carta al hijo de cinco años que aún no existe

Hijo, te escribiré lento. Ya hemos aprendido las primeras lecciones de nuestro silabario. Hoy miras con recelo estas oraciones y aspiras poco a poco ese aire que desea ser palabra, sospecho que pronto dejarás de indicar tantas cosas con el dedo y comenzarás a habitar ese territorio donde el mundo se separa y confunde.
Esta mañana que nada de eso te preocupe, sigue jugando en el jardín, eres el soberano de una isla que solo tu conoces, no la extravíes, guárdala en un lugar que esté siempre a la vista. Escribo estas palabras para tender los puentes a esa isla que también busco y pierdo.

Hace poco me dijiste que los árboles tenían muchos huesos y poco pelo, yo olvidé la palabra otoño y te aconsejé alimentar con agua ese árbol seco para que en el futuro le crezcan bucles de hojas y ojos de frutos. Tu sabes vagamente otras palabras, invierno es cuando te quedas en casa y ves el mundo pasar por la ventana, el verano es sandía, construcción de túneles y temor de semillas. La primavera no sé que será para ti, el año pasado dibujabas un par de montañas, la casa y el río, hoy no dibujas nada, intentas leer el mundo, descifrarlo con imágenes que se trasforman en voces, palabras.
Hijo, hay algo que se llama tiempo y algo que se llama muerte. Esas dos manos serán las que nos terminarán separando, tu has visto como se duerme el día, me preguntaste porque el cielo se llena de puntos sin color. La muerte es como cuando te leo el cuento y duermes, es un sueño que no se termina nunca. Hijo, hay un sueño del cual no se despierta. Pero no te asustes, no llores, mamá se enoja cuando nos ve tristes. Hoy vamos a jugar a escribir los días para que no se nos pierdan. Quizá después, cuando pase el tiempo, una frase, una palabra, revele el secreto para estar siempre juntos.
Hoy, por mientras, sigamos con el silabario, ya falta poco para que descubras los cuentos de las ultimas páginas.